Un poema menguante: XXIII

En todas las ciudades

encuentro el temor que me persigue.

Viene conmigo, lo siento siempre,

está a mi lado como un hermano muerto.

Le puedo contar las pulsaciones

con solo cerrar los ojos.

Se esconde sin aviso ni consciencia.

Se despega de mí cuando miro

un niño que pesca un cangrejo

o una flor naranja que hará sonreír a una mujer.

Sonrío con la sal secándose en los antebrazos;

en todo hay un espejo irreconocible.

Yo quisiera asustarme de verdad,

hacerme tiras de sangre con las uñas,

gritar toda la tristeza de las hojas rotas de un aloe vera.

Entonces el temor corre hacia mí

y me abraza, roto en mil supersticiones

como un lagarto mediterráneo.

Abro los ojos, lo miro, me veo.

Mi corazón es un pensamiento con alas grandes.

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